domingo, 6 de noviembre de 2011

Antifaz sobre cristal

6 de noviembre de 2011




I follow the road to go to heaven and, believe me, I’m not pretending to be free



If I hold my breath to see what happens...it’s the only way for me to let you feel









Llueve, y las gotas arrastran pecados y sueños río abajo mientras se precipitan al vacío una tras otra como en un salto de trampolín. ¿Valoración? Magnífica, de diez. El frío se niega a llamar a la puerta pero acecha tras los párpados de un otoño que se niega a despertar del todo. Se halla preso de la telaraña de la imaginación, se resguarda de la complicada y ventosa realidad que parece dispuesta a revolverlo todo con tan solo mirarla.

En ese aparentemente placentero sopor, el otoño añora sentir. Los sueños no son más que una coraza, una armadura frente a las adversidades a las que uno se enfrenta al vivir. De hecho, es ahí donde reside el encanto de la vida: en lo difícil, en ser descifrador de verdades que ocultan intenciones truculentas, en escuchar la calma del mar en medio de una tormenta, en atrapar un guiño al vuelo para rememorarlo en un momento de necesidad y encontrarlo, de veras, confortable.

El hombre buscará declarar patrimonio hasta el final de los tiempos. Poseer, conservar, retener en sus ávidas manos tanto lo perenne del mundo que le rodea como lo cambiante. Querrá dominar las estaciones, apagar el sol para causar incertidumbre.
La oscuridad siempre infundió temor.

Fue entonces cuando el egoísmo regaló un antifaz a las pupilas de cristal del ser humano para asegurarse de su completa ceguera y pagarle, así, con su misma moneda. Le arrebató la oportunidad de descubrir la felicidad de un simple vistazo y le ató las manos y le amordazó la boca para que cayera en la tierra que tanto se empeñó en conquistar, para que el penetrante olor del suelo vociferara en su mente y le recriminara su estupidez. No hay peor castigo que la evidencia de lo inútil.


Maldiciéndose por su insensata conducta, por su afán por dejar de lado lo emocional y verse dueño del mundo, por abandonar la esperanza, guía y luz de las almas buenas, para rendirse ante lo seductor de lo palpable…el hombre se tendió, inmóvil, sobre la grava. Y comenzó a llover intensamente. Y las gotas de lluvia apartaron el pelo de su frente y convirtieron en mullido su lecho, sus manos sintieron frescor y su lengua se apresuró a saciar su sed. Sus recuerdos echaron alas, impulsados por la fuerza de la lluvia, y percibieron la realidad a través del antifaz y de sus pupilas de cristal. Comprendió que había llegado el otoño, que tocaba deshacerse de lo viejo y de lo que creyó perenne cuando, en realidad, solo se trataba de la fachada que cubría la fragilidad de su interior.

Resulta horriblemente conmovedor el poder convencer a una persona de lo correcto o fatal de sus actos y reconducirla por un sendero.
Resultaría más entrañable aún que esa persona retrocediera sobre sus propios pasos movida por un fugaz arrebato de buena conciencia.

La mano del hombre no puede controlarlo todo.
Las estaciones cambian cuando el tiempo lo estima oportuno.

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